18 de septiembre de 2008

a las 45

A todos los hombres de mi vida,
para que no se sientan malentendidos.
Es la tercera ronda. Los muchachos ya comienzan a oír sus voces interiores. El reloj aún no da las once menos cuarto. Está ahí detenido entre los 44 y los 45. Una risotada acompaña al caballero de camisa azul al baño de varones. El minutero finalmente se da por vencido y da el cambio. Ella aparece en escena. Lleva tremendo escote, pero aquello es normal en cualquier bar. Trae el cabello negro y liso, con juguetonas curvas en las puntas. Sonríe, nadie parece saber el porqué. Viene sola, doble-chequeo: sí, viene sola. Tiene un aire conocido. Me acerco. Lento, potro, lento.
Siento que se agudizan mis sentidos. El corazón aprieta en el bolsillo. Mis pasos son firmes aunque mis piernas tambalean un poco. Ella no lo nota. Ensayo mi voz de matador y le digo, sereno, que se debe haber extraviado. Logro su atención. Le sonrío coqueto y decidido. Le explico que las estrellas pertenecen al cielo para que los enamorados sueñen; que al caerse a un lugar tan terrenal, no hace más que alterarnos. Ella responde con una diminuta carcajada. Me gusta el sonido y la imagino horas más tarde compartiendo un orgasmo conmigo. Ella trae mi atención de nuevo con una voz muy sensual. Me pide un Martini seco. Se lo ofrezco. En este punto creo que le daría todo. Le pregunto si prefiere ir a algún lugar más cómo, para conversar mejor. Dice que no, pone su mano sobre mi pecho, y fulmina con un "debo volver al cielo con un astro y no con alguien como tú. Eso sí, gracias por el trago". ¡Cabum!
Pido al cantinero la cuarta ronda. Finalmente, no hay desencanto que una buena borrachera no pueda quitar.

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