12 de noviembre de 2009

corte

Un portazo. Eso fue todo lo que me dejo esto, tú y yo. Una historia de pocos minutos, de una rapidez insaciable. Unos pasos improvisados en una única loza. Dos ritmos batallando con el viento, vahos de escasa agonía. No recuerdo cuándo fue la última vez; cuando juramos no volvermos a ver. Clara fue aquella luz, en la que nuestras almas se perdieron. Una bocanada de grisáceos y naranjas se juntaron en el aire y se perdieron en tu sonrisa, en ese salón de bar de quinta avenida.
Una bala atravesó mi pecho y se instaló en alguna zona superficial de mi cerebro anulando toda capacidad de control. Una corriente eléctrica se apoderó de mi columna y me perdí entre tus dedos, en una danza peligrosa que, sólo lo sabría después, me llevaría a la máxima satisfacción. Nadé en las aguas verdioscuras enmarcadas por tus espesas cejas. Y tú, sonriendo, fumando, conquistando.
Viví una temporada en aquella habitación de hotel. No sabía que el mundo se podía comprimir en cuatro paredes y un único olor. Pero se pudo, y muy bien. Fui feliz, o creí serlo. Ahora eso ya da igual. Veinte dedos, graciosos, jungando a encontrarse bajo las sábanas sin cambiar. Sin historias que contar. No hubo pasado ni futuro. A penas si distinguíamos el hoy del más tarde. Alimentados por energizantes y frutas de estación, cerramos nuestros ojos a la realidad y vivimos sin más, sin tener que respirar profundamente, contar hasta diez o temblar.
No sé cuánto tiempo hace de todo esto. No me entero del color de nuestros cabellos hoy versus los de ayer. Creo que aún me pierdo en tus ojos verdes de jardín.
Hoy te he vuelto a ver, fumando, en esa butaca en la barrra. No me puedo reprimir. Ansío acercarme aunque le tenga a él del brazo. Quiero despeinarte, desnudarte despacio, mimetizarnos en un simple ver.
Un portazo, eso fue todo lo que conseguí. Al verla salir y sentarse en tu regazo.

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