Anoche tuve un sueño. Un sueño sombrío. Una cacería despiadada en un mundo de paz y de encanto. Fue un sueño devastador donde las letras aparecieron arrinconadas en una habitación sin balcón; los cuadros fueron convertidos en blanco y negro cuando sus matices eran de vivo color; y los escenarios se quedaron estancados en dimensiones de ciegos.
¡Qué pesadilla la mía! Sudaba fuego. Nada podía enfriar mis pensamientos. La ira consumía mis venas al saber que los muros arrebataban el vuelo de aquellas letras tan codiciadas. No sabía qué hacer. No atinaba a gritar. Inmóvil y delicada permanecía violentada.
Desperté ofuscada en medio de un grito ahogado. Gruesas gotas saldas se confundían con llanto. Caminé por toda la recámara. Sin paz fui en busca de mi diario. Las letras seguían allí, un tanto rígidas. Corrí a la sala a la espera de encontrar los cuadros tecnicolor pero se veían tan muertos; alicaídos. Finalmente, apreté los párpados contra sí y dispuse mi escenario favorito y lo que vi fue un espectáculo triste... tan desolado.
Sentí que debía estar aún atrapada en los brazos de Morfeo. La lógica me pidió que lo desafiara y me pusiera de pie. Tamaña desilusión me llevé cuando descifré que no había estado dormida. Nunca lo estuve. Era yo, en la casa de los recuerdos, la desdichada. Había dado muerte a mis letras, a mis colores, a mis escenarios y a las acciones de arte. No había tenido el valor para conquistar la mente. No había podido vencer a los gigantes y había robado todo, incluso la luna.
Mi extraña pesadilla no era otra cosa que mi despintada realidad que finalmente atacaba y se presentaba ante mí como una máxima que pude haber poseído pero que ya nunca podré tener.
Anoche tuve un sueño. Soñé con un valle inundado por colores vivaces y con letras que surcaban los cielos. Estaban allí las risas que crecían hasta alcanzar a la luna. Estaba allí mi vida.
¡Qué pesadilla la mía! Sudaba fuego. Nada podía enfriar mis pensamientos. La ira consumía mis venas al saber que los muros arrebataban el vuelo de aquellas letras tan codiciadas. No sabía qué hacer. No atinaba a gritar. Inmóvil y delicada permanecía violentada.
Desperté ofuscada en medio de un grito ahogado. Gruesas gotas saldas se confundían con llanto. Caminé por toda la recámara. Sin paz fui en busca de mi diario. Las letras seguían allí, un tanto rígidas. Corrí a la sala a la espera de encontrar los cuadros tecnicolor pero se veían tan muertos; alicaídos. Finalmente, apreté los párpados contra sí y dispuse mi escenario favorito y lo que vi fue un espectáculo triste... tan desolado.
Sentí que debía estar aún atrapada en los brazos de Morfeo. La lógica me pidió que lo desafiara y me pusiera de pie. Tamaña desilusión me llevé cuando descifré que no había estado dormida. Nunca lo estuve. Era yo, en la casa de los recuerdos, la desdichada. Había dado muerte a mis letras, a mis colores, a mis escenarios y a las acciones de arte. No había tenido el valor para conquistar la mente. No había podido vencer a los gigantes y había robado todo, incluso la luna.
Mi extraña pesadilla no era otra cosa que mi despintada realidad que finalmente atacaba y se presentaba ante mí como una máxima que pude haber poseído pero que ya nunca podré tener.
Anoche tuve un sueño. Soñé con un valle inundado por colores vivaces y con letras que surcaban los cielos. Estaban allí las risas que crecían hasta alcanzar a la luna. Estaba allí mi vida.
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