El sombrío sujeto de gabardina y botas que merodeaba el bar desde hacía ya varios días se acercó al cantinero y con acento desconocido murmuró algo sobre una gran pérdida.
Él sólo sabía de penumbra. Perseguía una leyenda: la felicidad y le habían comentado que tuviese cuidado de confundirla con la alegría. Él temía no poder distinguirlas pues jamás las había sentido.
Era evidente lo que él necesitaba, sin embargo los rostros empáticos de la muchedumbre en el bar voltearon bruscamente cuando él concluyó su relato. Nadie se sentía tentado a brindarle un vistazo de lo que él había venido a encontrar.
Así, aquél sujeto, que aparentaba diez años más de los que realmente tenía, abrió las puertas corredizas del bar de par en par, inclinó ligeramente la cabeza hacia atrás pues el sol le impedía ver donde pisaba y desalentado lo abandonó.
Al poner un pie sobre el asfalto una mano ingenua se posó sobre su espalda. Era un muchacho a quien nadie le prestaba atención. Él cuidaba de sí y de su hermano menor. Ambos huérfanos a causa de un terrible incendio que, como yo, los pueblerinos recordaban al hablar de él.
El muchacho le sonrió, le entrego una piedrecilla de color azul y luego dijo una de las frases más sabias que jamás haya oído: "caminante, deja de perseguir lo que puedes encontrar en tu patio trasero". Luego, desapareció con la misma expresión dulce con la que había llegado.
El visitante observó detenidamente aquella piedrecilla, trató de entender lo que aquel muchacho le había dicho, se rascó la cabeza y resignado se dejo caer sobre el asiento caliente de su auto. Entonces comprendió. El gesto no era una lección de vida ni era una expresión de lástima... era un mensaje. Finalmente, se marchó y nunca regresó al pueblo que le mostró el camino de regreso a casa.
Ahora sus vecinos dicen que él ha perdido la cordura pues rie a todas horas y mantiene interminables conversaciones con dos niños invisibles en el patio trasero de su casa, donde mantiene un jardín y una pileta en el centro repleta con piedrecillas de color azul. Si le preguntas, él te contará con expresión afable que a ese lugar le apoda "villa feliz" y que es allí donde vivirá y morirá.
Él sólo sabía de penumbra. Perseguía una leyenda: la felicidad y le habían comentado que tuviese cuidado de confundirla con la alegría. Él temía no poder distinguirlas pues jamás las había sentido.
"Vacío es lo que tengo" -sentenció con voz áspera.
Era evidente lo que él necesitaba, sin embargo los rostros empáticos de la muchedumbre en el bar voltearon bruscamente cuando él concluyó su relato. Nadie se sentía tentado a brindarle un vistazo de lo que él había venido a encontrar.
Así, aquél sujeto, que aparentaba diez años más de los que realmente tenía, abrió las puertas corredizas del bar de par en par, inclinó ligeramente la cabeza hacia atrás pues el sol le impedía ver donde pisaba y desalentado lo abandonó.
Al poner un pie sobre el asfalto una mano ingenua se posó sobre su espalda. Era un muchacho a quien nadie le prestaba atención. Él cuidaba de sí y de su hermano menor. Ambos huérfanos a causa de un terrible incendio que, como yo, los pueblerinos recordaban al hablar de él.
El muchacho le sonrió, le entrego una piedrecilla de color azul y luego dijo una de las frases más sabias que jamás haya oído: "caminante, deja de perseguir lo que puedes encontrar en tu patio trasero". Luego, desapareció con la misma expresión dulce con la que había llegado.
El visitante observó detenidamente aquella piedrecilla, trató de entender lo que aquel muchacho le había dicho, se rascó la cabeza y resignado se dejo caer sobre el asiento caliente de su auto. Entonces comprendió. El gesto no era una lección de vida ni era una expresión de lástima... era un mensaje. Finalmente, se marchó y nunca regresó al pueblo que le mostró el camino de regreso a casa.
Ahora sus vecinos dicen que él ha perdido la cordura pues rie a todas horas y mantiene interminables conversaciones con dos niños invisibles en el patio trasero de su casa, donde mantiene un jardín y una pileta en el centro repleta con piedrecillas de color azul. Si le preguntas, él te contará con expresión afable que a ese lugar le apoda "villa feliz" y que es allí donde vivirá y morirá.
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